Expreso, febrero 22 de 1991
Por:
Manuel D’ Ornellas Suárez (*)
No debe ser cierto que Felipe Benavides Barreda expiró ayer de un cáncer, que lo mató un tumor insidioso en esa fría mañana de Londres. El defensor y creador del Parque de Las Leyendas, el abogado de ballenas, vicuñas y delfines, murió más criollamente “de pica, de rabia y pena”, como en el vals de Cavagnaro.
A Felipe Benavides lo fulminó la ingratitud, la malacrianza, la desconsideración. Se pasó una vida luchando por sus ideales, por sus proyectos, por sus realizaciones, y de golpe y porrazo un gobierno ignaro lo cesó en el cargo del Parque de Las Leyendas. Así nomás, como si nada.
Felipe Benavides y Laos, un pariente de Benavides que fue connotado político a comienzos del siglo y durante más de una década embajador del Perú en la Argentina, decía -mordaz- que Lima es el “paraíso de la envidia”. Felipe lo ha podido comprobar en estos días, cuando no solamente debió sufrir la bocetada de este injustificable cese burocrático, sino también padecer los picotazos de quienes trataron de ensañarse con él luego de su caída.
Ahí están cartas y declaraciones de quienes crearon, por celos envidiosos, el ambiente para su defenestración. No contentos con haberlo sacado de la administración pública -donde no cobraba un centavo, por cierto-, se ensañaron también después con su persona. Ni siquiera en ese momento de mezquino triunfo, esas personas exhibieron una sombra de grandeza.
Desde luego, era muy fácil detestar, como ellos a Felipe Benavides Barreda. Porque tenía un carácter endemoniado, en primer lugar, y porque no transigía -sobre todo- con la mediocridad y la sinvergüencería. Perfeccionista pero además atrabiliario, un hombre así tenía que contar con más enemigos que amigos. En especial acá, donde la mazamorra se espesa con la envidia.
En el fondo, lo que sus detractores y perseguidores jamás le perdonaron, y por eso aceleraron su muerte, es que un hombre de linaje y fortuna, comensal de reyes y presidentes, se arremangara cotidianamente en la polvorienta Maranga y allí impidiera que el único zoológico de Lima se transmutara en un basural; que, para tal empeño, no exigiera sueldo o gastos de representación; y que -además de todo ello- Felipe Benavides Barreda fuera uno de los peruanos más conocidos a nivel mundial, precisamente por su dedicación a estos temas.
Felipe era un servidor de la sociedad, de su país, del medio ambiente, de la naturaleza. Por sentido del deber y de la responsabilidad, como cuando trabajaba de voluntario en las ambulancias en los bombardeos en Londres durante la Segunda Guerra Mundial. El Perú, el Estado peruano, nada le dio en retribución. Ni siquiera una embajada -modesta paga- al final de su vida.
Era un aristócrata. Acaso el único de esa especie en vías de extinción que asume la responsabilidad de servir y no la de servirse, que eso lo hacen los oligarcas. Dos cosas muy distintas, como él bien sabia.
(*) Abogado, periodista y director
del diario Expreso. Fue considerado por cinco años consecutivos (1990-1995)
como el periodista más influyente a nivel nacional, según la revista Debate,
del Grupo Apoyo.
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